Todo el mundo decía que mi hermano mayor y yo deberíamos ir a casa para descansar. Mi mamá estaba bastante preocupada como para atendernos. Lo único que ella quería era una respuesta. Ya bastante habíamos tenido dos días antes, cuando Omar gritaba de dolor. Fue allí cuando papá alistó su Toyota starlet de color blanco para ir a la clínica San Pablo. No somos el tipo de familia que por un pequeño dolor corren hacía la respuesta de un doctor, pero Omar llevaba casi cuatro días con pequeños malestares corporales y dolores frecuentes en los huesos.
Esa mañana, además de un pequeño hematoma en el hemisferio izquierdo, se le había inflamado la mano derecha, su piel tersa, se convirtió por un momento en algo amorfo, duro y de un color pálido amarillento. Mamá se había marchado a su centro de trabajo. En casa estábamos Giancarlo, Omar y yo, disfrutando de los primeros días de enero cuando el sol empieza a despedir radiaciones luminosas, tan intensas como para marcharse a la playa o bañarse cada diez minutos. Al cabo de un par de horas, Omar volvió a quejarse, se encontraba fastidiado, aturdido, desvanecido. Es en ese momento cuando mamá llegó y decidió llevarlo a la clínica.
El doctor no sabía expresar lo que padecía, lo único que atinó a decir era que necesitaba quedarse una noche para que lo revise un hematólogo porque presentaba puntos rojos del tamaño de una cabeza de alfiler en su piel amarillenta, llamado petequias. El médico que lo revisó sospechaba pero no dijo nada hasta que lo vea un especialista. Este dijo que le hagan una punción a la médula para confirmar las sospechas. Mamá empezó a preocuparse, su rostro se puso tenso, la no respuesta del doctor la había dejado pensativa. Ella llegó a entrar para verlo antes de marcharse. Era una pequeña habitación con olor a acaroína, medicinas, sangre coagulada, desinfectantes que llegan a marearla. Tenía los labios rojos. Pero su apariencia mostraba a un muchacho asustado.
Dos días después, siendo las 10:40pm, nueve personas, reunidas en una pequeña sala de espera, con dos ventiladores y cuatro filas de seis asientos, aguardábamos la respuesta del estado de salud de Omar, mi hermano, un niño robusto, de buen paladar, juguetón, estudioso, de tan solo trece años que pudo experimentar lo que era estar en una camilla.
Una tía decidió llevarnos a casa, casi todo el día habíamos estado en ese pequeño espacio, que la única distracción era una máquina dispensadora de coca cola, donde introducíamos dos soles y nos devolvían un envase pequeño con una bebida morena, que lanzaba burbujas y costaba tragarlo. En el camino íbamos descartando presuntas enfermedades que podían estar alojadas en el cuerpo de Omar. Cuando ingresamos a la casa, estaba oscura, aunque pequeñas luces ingresaban por reducidos espacios y permitía ver por dónde andábamos.
Cerca de la 1:00am, entre sueños, escuché a un carro estacionarse y el golpe de la puerta cuando la cierras con furia. Eran ellos, habían regresado. El sueño me desvaneció. Al día siguiente la tristeza permeaba a todos los presentes. El rostro pálido de todos, los ojos rojos e hinchados y las lágrimas derramarse y expandirse por su rostro me hacían imaginarme que algo malo se viene.
Sin palabras, ni gestos, encontraba a mi madre, aún con la cara húmeda, en una especie de shock. Tan pronto como los vi, cogieron un poco de ropa y se marcharon, nuevamente, a la clínica. Mi tía, la misma que nos trajo la noche anterior, nos sirvió una taza de leche con nesquik y unos panecillos con jamón y queso, mientras nos explicaba qué había ocurrido la noche anterior... Nos mencionó que Omar tenía una enfermedad que necesitaba de varios especialistas, su tratamiento iba durar por lo menos tres años y atenderse en una clínica iba ser muy costoso. Era mejor trasladarlo a un hospital. El médico que atendió a Omar, en un principio, les recomendó un oncólogo que trabajaba en el Hospital Edgardo Rebagliati.
Yo era muy chica como para entender de enfermedades, ausencia, costos, hospitales. Gian, mi hermano mayor, comenzó a preguntar de qué tipo de enfermedad se trataba y si iba a estar todo bien. O sea, que si lo íbamos a ver en casa al cabo de unos días, pues se trataría de una especie de gripe o algo así que les da a los chicos por el cambio de clima. Mi tía, movió su cabeza de una forma negativa y dijo: “Tu hermanito, tiene leucemia”, “tu mami, al recibir la noticia se ha desmayado dos veces y de ahora en adelante, necesita su apoyo”.
Empezaba una nueva etapa en nuestras vidas, todos debían poner de sus partes para ayudar a Omar. No iba a ser nada fácil, pero debíamos intentarlo. Días antes de la trágica noticia, no habíamos notado ningún malestar. Siempre lo veíamos haciendo una palomillada, sacándonos una sonrisa, dibujando o entreteniéndose con un juego de la época: “Gun bound”, compartiendo ocurrencias y anécdotas con la familia.
A diferencia de otros niños que padecían esta enfermedad, él se alimentaba muy bien, jamás tuvo problemas de anemia. No existía, en nuestro árbol genealógico alguna persona con Leucemia. La aparición de esta rara enfermedad, hoy en día, se desconoce. Según los médicos, de cada mil personas a uno le da, mi hermano fue uno de ellos. Como le mencionaron los doctores a mi madre, fue que quizá las células sanguíneas inmaduras se hayan reproducido de una manera incontrolada en la médula ósea, que se acumulan también en la sangre el cual llegan a reemplazar a las células normales. Se trataría, después, de Leucemia linfática aguda (LLA).
Sus posibilidades de vivir o morir luchaban todos los días a la par. La paciencia, en ese momento, era algo que no nos sobraba. No sabíamos cuánto demoraría, quizá dos años, quizá más. Los tratamientos iban a ser muy largos.
Recuerdo un día, cuando papá nos vino a recoger para ir a ver a nuestro hermano, estábamos tan felices que no hacíamos otra cosa que cantar en el auto, en llevarle cartas con su personaje preferido, en preguntarle a papá cómo estaba, qué comía, si había conseguido nuevos amigos. Nos advirtió que pasaríamos uno por uno. No podíamos estar todos en su cuarto. Habíamos llegado al hospital nacional Edgardo Rebagliati. Era la primera vez que iba, me encontraba muy nerviosa. Esperamos que papá se estacione y nos guíe. Entramos por la puerta principal, había una especie de escaleritas marrones, llenas de polvo; al costado pude observar unos juegos con un gras artificial, el columpio me llamó la atención, quise subirme pero las ganas de ver a Omar eran más fuertes.
Lo acababan de trasladar de emergencia pedíatrica a hospitalización de pediatría, en un segundo piso, veía a los familiares de otros niños esperar. Caminé por un pasadizo largo, algunas puertas estaban cerradas, otras juntas y en cada cuarto había varias camas, una al frente de la otra, como si fuese una especie de orfanato. Me acerqué a una ventanita y lo vi, lo vi, después de un mes, pude ver ese rostro chispeante que lo caracterizaba, tuve que zambullirme entre los doctores, enfermas y demás (no está permitido las visitas, mucho menos de niños).
Las camas eran separadas por pequeñas cortinas de color azulino. Había instrucciones y dibujos por todos lados. Desde que ingresaba se podían escuchar las risas. Algunas mamás acompañando a sus hijos. No alcancé a contar la cantidad exacta de niños, pero habrán sido unos doce. Un niño me llamó la atención. Omar, me comentó que tenía 12 años, padecía síndrome de Down, se llamaba Rubén y se la pasaba viendo Barney las 24 horas, era el único niño que se apoderaba del televisor, si Barney era reemplazado por otro dibujo, Rubén se alteraba y fastiaba a todos. Eso, por momentos, aturdía a los demás niños, así como a Omar, que no tenía otra cosa más por hacer. Conversaba con niños más pequeños, lo digo por el tamaño, ya que él era de una altura considerablemente alta. Justin, era otro niño, más bien un bebé de tan solo cuatro meses con síndrome de down. Había de todo, pero en su pequeño mundo eran muy felices. Fastiaban a las enfermeras, con su coquetería y palabrería que caracteriza a los niños en particular.
Mi mamá me interrogó el por qué estaba ahí, cómo había ingresado, me entregó una mascarilla. Era casi hora de almuerzo y llegó el “banquete” para los niños, ahí pude observar la asquerosidad que pueden dar en el hospital, pude entender a Omar, que siempre estuvo acostumbrado a comer comida agradable, con sabor, no un pollo desabrido con algunos brócolis y mazamorra sin sabor, al lado una porción de agua con verduras a lo que llaman sopa y algún vaso lleno de agua con azúcar.
Al cabo de unos días empezaron a realizarse quimioterapias, para destruir esas horrorosas células cancerosas y ayudar a las células normales a regenerarse en la médula ósea. Primero él ingería o le colocarían fármacos que reducirían la reproducción de células cancerosas. Así estuvo por un largo año, tres meses internado en el hospital y una semana en casa. Para eso debía seguir ciertos cuidados en el hogar. Mamá se volvió una de las personas más pulcras, limpiaba todos los días, siempre con vapor, el cuarto de Omar permanecía radiante las 24 horas, su comida era especial, bajo en condimento, adiós grasa, adiós cremas.
Empezaron a engreírlo más, a demostrarle todos los días de su existencia cuánto lo querían. Recibía a diario regalos, cartas, visitas no, por lo que estaba bajo de defensas y cualquier virus iba a ser fatal. Pero jamás faltaban las notitas alrededor de su cama, así como Cassettes nuevos de Chayanne, libros o Cd’s para que pueda disfrutar de su play station. Instalaciones de nuevos juegos en la computadora. Todo lo que él pedía lo compraban. Se le hacía más práctico comer en su cama, gracias a un regalo de cumpleaños que recibió por parte de sus amigos de colegio. Se distraía bastante viendo su programa favorito. Imaginando que algún día sería como Gokú y podía salvar su país.
Como toda persona que recibía quimioterapia, empezó a caerse su cabello, su melena de león de color castaño oscura estaba desapareciendo. Pronto se iba a dar cuenta lo que le estaba ocurriendo, vivía en un mundo de utopía el cual no le permitía preguntarse qué hacían con su cuerpo y por qué cada vez más engordaba y recibía radiaciones fortísimas que producían su debilidad. Lo que siempre se preguntaba y extrañaba era ir al colegio, hacer tareas, sentarse en una pequeña carpeta incómoda y escuchar al profesor de turno. Salir a jugar con sus amigos, patinar, pasear con su scooter o correr por el parque para que no lo atrapen.
Una tarde, mamá aprovechó la ausencia de nosotros para poder conversar con él y poder explicarle qué pasaba. No puedo imaginar las palabras que mamá le pudo decir, ni explicar el fuerte dolor que Omar sintió a partir de ese momento. Como si su juego de naipes se hubiese derrumbado o un iceberg hubiese paralizado su vida. Lo único que me llegué a enterar es que Omar lloró toda la noche, se preguntaba una y otra vez por qué a él, qué había hecho él de malo. Una de las palabras que aún guardo en mi memoria fue que él quería permanecer con nosotros. No nos quería abandonar. A veces me aconsejaba que me alimente para que no me pase lo que a él, mencionaba.
En ese largo año de ausencia de padres, falta de un calor familiar y demás cosas que un pequeño niño necesita para su formación, se encontraba mamá y papá, yendo y viniendo, cansados del estrés. Ambos dejaron sus trabajos para dedicarse en cuerpo y alma en la recuperación de Omar. Mamá llegó a bajar de peso, era otra.
Después de casi un año, su médico mencionó que Omar no respondía al tratamiento lo cual era necesario hacerle una evaluación, esta arrojó como resultado que se le podía hacer un trasplante de médula, para ello, toda la familia directa (papá, mamá y hermanos), debían practicarse unos análisis de sangre para ver cuál de todos arrojaría la compatibilidad con Omar. Afortunadamente solo uno de nosotros obtuvo la dicha de compartir células con él, fui yo.
Al ser pequeña, no entendía para qué servía eso, ni cómo funcionaba, me decían que era para salvar a mi hermano, así que entre lágrimas acepté. Una semana antes de la operación iba al hospital a colocarme unas ampollas en el brazo para que las células se desprendan de la sangre. A él lo trasladaron a trasplante de médula ubicado en el octavo piso de aquel hospital. Un día antes me quedé internada, así que logré pasar toda la noche con mi hermano, jugando Crash carrera en su habitación, las enfermeras entraban y salían, todas conocían a Omar, lo atendían con paciencia y llegaron a estimarlo un montón. Pero esa noche no pude dormir, las luces en el pasadizo, el frío que hacía y la desesperante bulla que trasmitían los pasillos y los aparatos que no dejaban de sonar.
Cuando llegó el gran día, a Omar y a mí nos levantaron temprano, para que procedan con la operación y a él una limpieza general de médula para que pueda adquirir la mía. Me trasladaron misma enferma, en una silla de ruedas, con frazadas, directo al lugar de trasplante, podía sentir las miradas de interrogación por parte de las personas. Al fin llegué al lugar, el ruido de los diversos aparatos parecía incomodarme, ya me había acostumbrado al olor a acaroína y medicina del hospital en general, así que eso no me irritaba.
Me entregaron una pelotita antiestrés, con una cara feliz y me ordenaron a apretarla con mis manos, eso haría que mis venas se pronuncien y pueda ser menos doloroso al momento de que me pinchen. Vi a la hermana de mi mamá, a ella le estaban sacando plaquetas, era una especie de color amarillo. Con ella me sentí más segura. Mi mamá estaba en el octavo piso con Omar.
En menos de lo que imaginé ya me estaban introduciendo la primera aguja, estaba echada en una camilla, delante de varias personas, frente a una pantalla que no alcanzaba a observarla pues el dolor me desvanecía. En el brazo derecho sacaban solo las células necesarias de acuerdo al peso de mi hermano y por el otro brazo, no exactamente brazo porque fue al lado de mi muñeca, ya que no me encontraron venas, por ese lugar regresaba la sangre. Lo sentía como un teléfono malogrado, un color entre rojo y amarillo salía de un brazo y por el otro quedaba solo color rojo. Así Omar se quedaba con mis células de color naranja pálido. Pasaron cinco largas horas, a veces la máquina se paralizaba y me asustaba, me decían que era la sangre: se estaba coagulando, tenía que apretar la pelota a cada rato, eso hacía que me duela más, pues sentía que la aguja de un tamaño considerable penetre mi brazo.
Cada vez me sentía más débil, terminó todo el proceso e inmediatamente me desconectaron y llevaron mis células a la habitación de Omar, para que se las coloquen cuanto antes. A los quince días, luego de varias reacciones, mi médula fue aceptada en su organismo, eso significó que el trasplante de médula había sido un éxito. Pero, se tenía que esperar, por lo menos, un año.
Al mes le dieron de alta, pudo estar nuevamente con nosotros, lo vimos transformado, su color de ojos se oscureció, su cabello se convirtió en negro, sus pestañas y cejas pasaron de ser marrones a negras, eso era producto de mi médula. Decoramos la casa para su bienvenida. Pero al pasar de los días, Omar comenzó a aburrirse, ya no quería estar entre cuatro paredes, quería ser como el resto de los niños, así que le exigió a mi mamá para volver al colegio. Mi mamá le explicó que no podía, que le haría mal pero él no entendía, comenzó a ir al colegio, recibir sus clases, hacer sus tareas para no perder el año cursado. Luego, aparte de ir al colegio, quería ir al internet pues el ordenador que teníamos era de un procesador lento el cual no le permitía distraerse con sus juegos favoritos.
Lo llevaban siempre para su evaluación, pero con las salidas que realizaba y exigía le entró un virus al pulmón, esto hizo que le faltara la respiración. Lo internaron, nuevamente y los doctores dijeron que ya no se podía hacer nada porque habían entrado unos virus oportunistas a su organismo ya que sus defensas eran muy bajas. Entro a UCI el mismo día de su cumpleaños, trece de mayo…
Lo que pasó después, va en otro post.
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